lunes, 13 de diciembre de 2010

NO LLOREN POR MI

Dijo Jesús a las mujeres que lo seguían en el camino al calvario y se dolían por él: “No lloren por mí; lloren más bien por ustedes y sus hijos… Porque si con el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?” (Lc 23, 28. 31).

Nos unimos a su solicitud apostólica con nuestras lágrimas, como nos pide Jesucristo, por aquellos miles y miles de niños que no llegan ni llegarán a ver la luz; por aquellas tantas mujeres que han cambiado voluntariamente su vientre en un sepulcro; por nosotros mismos, por nuestras ocultas complicidades con la cultura de la muerte.
Es realmente necesario derramar abundantes lágrimas por este terrible mal. No lo hacemos, sin embargo, por desesperación, sino en la esperanza de alcanzar la bienaventuranza de los que lloran y así obtener de Dios el cese y reparación de este gran pecado.
El asesinato de los niños por nacer, suma a la maldad e injusticia de cualquier asesinato, no sólo la crueldad de ensañarse con alguien inocente e indefenso, sino también el monstruoso retorcimiento de las relaciones fundamentales entre madre e hijo y el número escandaloso de las víctimas.
Son miles los niños que, por hora, ven cortadas sus vidas en el mundo antes de nacer. Cientos de miles en el día y millones a lo largo de los años. Si los juntáramos a todos en un solo territorio tendríamos una nación muchas veces más poblada que los países más populosos y ese número, desgraciadamente, sigue en aumento. Semejante mal no puede quedar impune y los católicos no podemos ser indiferentes a él. Si lo fuéramos, nos expondríamos temerariamente, junto con el mundo, al terrible juicio de Dios. Derramamos, entonces, también nuestras lágrimas para aplacar la justicia divina.
Dice otro pasaje del evangelio (Lc 19, 41-44) que Jesús, acercándose a Jerusalén y contemplando la cerrazón de sus habitantes a sus palabras, lloró por ella. Debemos también hoy, frente a Jesús sacramentado, unirnos a sus lágrimas, pero no ya por aquellos que matan a sus hijos, sino por nosotros mismos. No queremos ser como los que arrojan la piedra pensando que están sin pecado.
Algo les pasa a los católicos en el mundo, de lo cual debemos hacernos cargo con contrición. ¿Dónde están los cientos de miles de hombres y mujeres que se formaron en las escuelas y universidades católicas, que pasaron por nuestras salas de catequesis, que recibieron los sacramentos y escuchan dominicalmente el evangelio en nuestras iglesias? ¿Dónde están esos cientos de miles de hombres y mujeres así formados que ocupan cargos legislativos y que refrendan con su rúbrica las leyes anti-vida? ¿Dónde están los católicos practicantes si legitiman con su voto a las autoridades que promueven estas aberraciones? ¿Dónde están los hombres y mujeres católicos, laicos y consagrados, que hagan oír su voz sin temor y con claridad por estos extravíos?
Sí, es necesario que también lloremos por nosotros y que elevemos nuestras súplicas a Jesús por nuestras culpas. Si las tinieblas avanzan en el mundo, también es porque no se les ha opuesto suficientemente la fuerza de la luz.
Dejemos que las lágrimas de Jesús se unan a las nuestras para que ablanden nuestro corazón y lo purifiquen de todo pecado, temor y mezquindad.
Con el alma así encendida desgranemos nuestro rosario frente a Jesús sacramentado, ofreciéndole nuestras súplicas, nuestro arrepentimiento, nuestra reparación y adoración.
Pedimos a la Santísima Virgen, Madre de la esperanza, que ha llevado en su seno al autor de la Vida, nos acompañe en la oración. Que esta iglesia del seminario, se convierta hoy en un pequeño cenáculo.
Que se una a nosotros la oración de San José. Él, que supo proteger la vida de Jesús de los embates del poder imperial de la Roma pagana y del poder demoníaco de Egipto, nos asista en nuestra petición para que nuestro ruego sea agradable al Señor.
En fin, la lucha contra este mal no se lleva a cabo sólo con estrategias políticas, sino, sobre todo, como una lucha espiritual. El inspirador de tanto mal no es el solo corazón humano. Hay, detrás, un poder maléfico y sobrenatural al que no podemos hacer frente sin pedir el auxilio del Arcángel San Miguel. Que él también venga en nuestra ayuda.
En todo el mundo la Iglesia levanta hoy su voz y su súplica. Que no falte en ella el clamor de nuestras lágrimas.
Muchas gracias Dios te Bendiga
Sem. Germán Salvá

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